jueves, 11 de febrero de 2010

CONFORMACIÓN DE LA ESCUELA CRÍTICA DE ORATORIA

CONFORMACIÓN DE LA ESCUELA CRÍTICA DE ORATORIA

Francisco Javier Correa López

volaverunt_opus-gala@hotmail.com

El siguiente ensayo es la presentación de un proyecto de construcción intelectual en México denominado “Escuela Crítica de Oratoria” (ECO). La pretensión y justificación de la creación de esta Escuela, es debido a una evidente crisis intelectual y educativa en el país. Esta crisis no solamente se encuentra en las academias, contemplando el aspecto pedagógico, sino también en el grueso de la población mexicana, la cual se encuentra en los lugares más altos de analfabetismo, por un lado, y en los más bajos de desempeño escolar.

En primer lugar, ¿qué es la oratoria? Se puede definir formalmente a la oratoria como el arte de pronunciar discursos. Este valor semántico de considerarla como arte, deviene desde la antigüedad latina de el ars (arte), que fue traducida por los romanos, del griego retoriké: retórica, que refiere a tejné (técnica), es decir, la técnica o el arte de hablar en público, tal y como nos lo recuerda Quintiliano en su Institución Oratoria. Así entonces, en strictu sensu y como definición formal, podríamos decir que la oratoria es el arte de la palabra hablada, a través del cual se expresan las más sublimes ideas y sentimientos humanos.

Si bien, no en contra, pero sí diferente a la definición muy utilizada de que la “Oratoria es el arte de conmover, convencer y persuadir por medio de la palabra hablada”, como lo presenta Salvador Munguía, postulo una definición que contendrá un aspecto nuevo y reformador de la esencia de la oratoria. La oratoria es, considero, sí el arte de hablar en público, pero un hablar objetivamente[1], es decir, teniendo un fin y meta del discurso, algo que decir y no solamente hablar por hablar. Y este fin debe de ser claro: la crítica constructiva a la realidad social en la cual el orador se encuentra inmerso, y la propuesta de posibles soluciones a los problemas planteados. Por otro lado, remitiéndome a la historia, es posible encontrar una mejor definición de lo que es la oratoria.

Así como existe una historia de la filosofía y una historia del derecho, la oratoria posee también su propia historia. Mas ella deberíamos colocarla no sólo desde Pericles y Cicerón, como lo hacen algunos historiadores, sino desde la creación misma del lenguaje, pues debe de tenerse en cuenta que el lenguaje, en tanto palabra, es el vehículo exteriorizado del pensamiento. Ya José Muñoz Cota, en su obra cumbre El hombre es su palabra, realiza una serie de ensayos (a los cuales se les podría enmarcar sin más problema dentro de la filosofía del lenguaje) a través de los cuales postula, como menciona el título, que el hombre sólo será tal en cuanto se exprese por medio de su palabra. Por tanto, los inicios de la oratoria son, en sí mismo, los inicios de la civilización a partir del lenguaje.

Ahora bien, indigno sería no recordar a aquellos a quienes criticó duramente Platón (y algunas veces, sin suficiente razón) en sus diálogos Gorgias y Protágoras: los Sofistas. Considerados por Jaeger como los pioneros educadores en el aspecto pedagógico y reconocidos aquí como los primeros maestros de la oratoria. Los sofistas no transmitían su conocimiento a todo el pueblo, sino sólo a los que de él sobresalían: a los líderes, a los caudillos, a quienes Aristóteles, en su Política, denominó como hombres, en todo el sentido de la palabra, ya que éstos se encaminaban a la práctica política como dirigentes. Y puesto que a un político le era necesario saber del arte oratoria, lo que enseñaban los sofistas era, precisamente, las técnicas de la oratoria dirigidas a un fin político.

Debe de recordarse, de igual forma, a quien es considerado como el Padre de la Oratoria: Demóstenes, ateniense contemporáneo del estagirita, poeta que a través de la oratoria forense, pasa a la oratoria política y en ella emula sus más altos trabajos. Junto a él, podemos mencionar a quien, para muchos, es el más grande orador de la historia: Marco Tulio Cicerón, el romano que instaura toda una nueva escuela de oratoria política y jurídica.

Durante la Edad Media, se enseñó la oratoria como una de las “siete artes liberales”; pero ello solamente en la inclaustración de la enseñanza clerical y escolástica.

Posterior a esta época, pasarán siglos hasta que aparezcan nuevamente oradores de la misma talla intelectual. Y es, justamente, en los albores de la revolución francesa, dentro del enciclopedismo, cuando Diderot, Robespierre, Rousseau y Montesquieu aparecen, no sólo como los autores de la famosa Encyclopédie, sino también como los autores intelectuales e ideólogos de la propia revolución anti-tiránica de 1789.

En fin, podemos encontrar muchos y muy variados oradores en toda la historia; desde el movimiento independentista pacífico de la India, cuya inspiración fueron los discursos de Gandhi, hasta la independencia norteamericana con Washington al frente del campo de batalla y de la tribuna del Congreso. Del Tengo un sueño de Martin Luther King Jr. en defensa de la población negra de Estados Unidos, a la famosa autodefensa denominada La historia me absolverá de Fidel Castro. Sin olvidar, por supuesto, la presentación de los Sentimientos de la Nación del Generalísimo Morelos ante el congreso de Chilpancingo o el que se cuenta como uno de los más largos discursos presentados ante la ONU, aquél del Comandante Guevara en 1964.

Todo esto no hace más que demostrarnos, que la oratoria ha estado presente en toda la historia humana y en los rincones más inesperados de la civilización.

En lo que respecta a la oratoria practicada en México, y en especial a los oradores que han forjado la historia con sus palabras, cabe recordar los versos del Rey de la flor y el canto, Nezahualcóyotl o los discursos del gran Tlacaélel, de este último se dice que, “Aunque no era emperador, hacía más que si lo fuera, pues no se hacía en todo el reino más que lo que él, Tlacaélel, mandaba”. Posteriormente a los líderes independentistas, quienes con su voz augurante y sus palabras de fuego incendiaron la consciencia del pueblo mexicano para levantarse en armas al grito de “Mueran los gachupines y muera el mal gobierno”.

Ya en la época reformista, el Triunfo de la República de Juárez y Democracia y Libertad de Ignacio Manuel Altamirano, fueron los discursos que abrazaron los liberales para asentar claramente su posición política, devenida de la Constitución de 1857. Además de estos dos, la Oración cívica de 1867, con la cual Gabino Barreda introduce el positivismo de Comte a México; episodio con el cual, según el maestro Gabriel Vargaz Lozano, da comienzo la filosofía mexicana del siglo XX.

En los inicios de esta centuria, específicamente en el año de 1910, el maestro Justo Sierra, continuador de la obra de Barreda, nos sorprende con su discurso sobre la Inauguración de la Universidad Nacional. A Sierra, se le opondrán Caso y Vasconcelos. Del primer, dirá el maestro Samuel Ramos, en El perfil del hombre y la cultura en México, que era, en esencia, un orador, no un filósofo creador de un sistema, sino un orador que hablaba de filosofía y filosofaba en sus discursos. Contrariamente, Vasconcelos, si bien no fue un orador en todo el sentido de la palabra, sí fue un brillante expositor de teorías y discursos a través de la elocuencia de sus conferencias.

Un punto de suma importancia aquí es diferenciar la palabra hablada de la escrita. Hay quienes, siguiendo a Alfonso Reyes, contemporáneo también de la época y por tanto de los autores antes mencionados, declaran que es mejor la palabra escrita que la hablada, basados en el argumento de que un discurso tiene que ser como una hoja, bien escrito. Empero, si quisiéramos dar respuesta a este cuestionamiento en base a las diferencias entre Caso y Vasconcelos, difícil resultaría hacerlo. Tan sólo cabe decir que cada palabra, ya sea oral o escrita, tiene su mérito y reconocimiento, no pudiendo asentar absolutamente si una es mejor que la otra.

Es precisamente sobre la palabra, que vendrán a hablar dos grandes hombres, los dos más grandes oradores de México: Horacio Zúñiga y José Muñoz Cota. El primero es el ejemplo del sabio erudito, del hombre que despreciando la educación de leyes prefiere educar él mismo, es el maestro por antonomasia. Ya nos dice Clemente Díaz de la Vega, que a Zúñiga no se le puede colocar otro sobrenombre más que el “Savonarola laico”, pues se ajusta a la descripción que hace Maquiavelo, en su Príncipe, sobre el fraile dominico, que a través de su palabra, en sus discursos públicos, hizo temblar los cimientos más fuertes de la Iglesia, y que por ello terminó en la hoguera. Lo mismo Zúñiga, que por medio de la palabra contendió feroces batallas en contra de la ignorancia y a través de la lengua impulsó el conocimiento que liberaría a la humanidad.

Por su parte, Muñoz Cota, el “joven del verbo” o el “verbo de la juventud” encarnado, quien a sus 19 años ganaría el concurso nacional de oratoria promovido por el periódico El Universal en 1926, es probablemente el maestro de la palabra más grande que ha tenido México. Hombre del magisterio, no sólo se preocupó sino que, en mayor medida, se ocupó de la educación en el país. Tuvo siempre un profundo interés por difundir sus conocimientos, por divulgar la práctica de Demóstenes, como él mismo le llamaba. Creó una vasta obra escrita, tanto poética, literaria, histórica e incluso filosófica; entre ellas podemos mencionar: El Hombre es su palabra, Ricardo Flores Magón. Un sol clavado en la sombra, La magia del cuento, En el principio era el verbo e Instintos de infinito.

Hasta aquí, se ve claramente que la oratoria ha tenido un gran auge e importancia en la historia mexicana, y esta importancia no es debida tan sólo al uso de la palabra en sí, a hablar por hablar, a no decir nada, sino que ha tenido un carácter social, un impulso al cambio; ha sido una palabra revolucionaria la que ha entrado en los oídos del pueblo mexicano y ha salido de las bocas de los oradores. La oratoria no debe existir sino a condición de que preste su servicio al pueblo, pues, como recuerda Cota “La oratoria no es una finalidad en sí, sino un medio, el más eficiente para cumplir fines humanos[2].

Después de los grandes discursos de los maestros Zúñiga y Cota, aparecerán diversas figuras en la oratoria mexicana, entre los que resaltan los presidentes Adolfo López Mateos, José López Portillo y Miguel de la Madrid. De igual forma, en la segunda mitad del siglo XX hay una gran actividad oratoria, donde resaltan principalmente personalidades oriundas del Estado de México. Sin embargo, a partir del siglo XXI se ha venido presentando un serio detrimento en el cultivo y la práctica de la oratoria. No se ha erguido una figura emblemática que pueda levantar las consciencias de los hombres y mujeres para buscar el desarrollo de la lengua; y además, el número de oradores activos ha disminuido poco a poco en el devenir de los años.

Y al decir oradores, me refiero a aquéllos que no han perdido el verdadero sentido de su vocación, pero no una vocación política diferente a la científica, como postula Weber, sino una vocación donde estos dos aspectos, más el humanista, social, filosófico, etcétera, puedan fusionarse para crear un conocimiento tan vasto que supere al propio Matusalen.

Empero, ya que el puro conocimiento por sí no es suficiente para que las cosas cambien, es decir, la máxima del libertador José Martí: “La educación hará libres a los pueblos”, sólo será válida en tanto que ese pueblo pueda utilizar dicha educación para su propia liberación; de lo contrario, si tiene el conocimiento pero no lo utiliza, es como si no tuviera nada. Y es entonces donde aparece el orador como aquél guía que señalará el camino que se ha de seguir, como el profeta que anuncia la esperanza venidera, es por tanto la obligación del orador de cultivarse, de cultivar su mente y su lengua, de cuidarse de no cometer errores en sus discursos pues ellos devendrían en errores de comprensión y acción de su público: el pueblo.

También ocurre que muchos de los oradores actuales han perdido el camino de la esencia de la oratoria y la han desvirtuado. El orador se corrompe cuando la riqueza material puede más que su consciencia social, cuando vende su primogenitura por un plato de lentejas. Así, el orador pasa de “ser pueblo, hacer pueblo y estar con el pueblo” a formar parte de las pequeñas filas de la oligarquía del Estado; vende su palabra y ésta se degrada a más no poder. Claro ejemplo de ello son los “oradores a sueldo” al servicio de los partidos políticos. No se podría negar que, tras los discursos de Enrique Peña Nieto o Felipe Calderón, se encuentra un orador que les prepara sus palabras, que las cubre de embelesos para ocultar los principios e intereses de fondo.

Estos oradores pseudo-políticos a los que me refiero, no son los mismos de los que nos habla Aristóteles o Cicerón, no hacen la política del pueblo ni lo representan en sus discursos; son otro tipo de oradores políticos. Son aquéllos que afiliándose o vendiéndose a un partido político, remuneran sus intereses por su lengua, hacen un trueque de monedas por palabras. Y así como el obrero vende su fuerza de trabajo al capitalista, al grado que el bien producido ya no le pertenece, así este tipo de orador político vende su palabra para fines que ya no son los de las mayorías, los del pueblo, sino que responden a los intereses de aquéllos de quienes obtiene su salario.

Así entonces, éstos son algunos de los aspectos más visibles de la actual crisis por la que está atravesando la oratoria mexicana y, en general, la educación mexicana. El orador político corrompido, la palabra trivial y redundante que no deja propuesta o mensaje alguno y que no pasa de ser una exposición nihilista, el profesor enclaustrado en la oficina, la falta de apoyo a la práctica oratoria y lo peor de todo, una deprimente instrucción que impera en muchos de los sistemas educativos mexicanos y que no forma hombres y mujeres conscientes, sino máquinas autómatas. Por lo que, será en la educación, en donde recae gran peso y responsabilidad de esta crisis.

Frente a dicha crisis es menester la creación de nuevos oradores, hombres, mujeres, jóvenes y niños que se ocupen de llevar el conocimiento a los rincones más profundos del país, por medio de su palabra. Pero, se me podría cuestionar, ¿para qué crear una nueva escuela si en la educación pública impartida por el Estado ya existen las materias que ha de conocer el orador? En efecto, al revisar los programas de la educación media superior se nota que, en las materias impartidas, está el conocimiento que requiere el disertador.

Preciso es declarar que la institución de nivel bachillerato con más expansión en el país es el Colegio de Bachilleres que, sin embargo, mantiene uno de los niveles más bajos en la calidad educativa que imparte. Nótese por ejemplo la reducción de la materia de Filosofía, de dos semestres a uno, a partir del año 2007 y el aumento, en algunos planteles estatales, de tomar obligatoriamente hasta tres bachilleratos después del tronco común. Además de este Colegio, existen otras instancias a nivel nacional como los Centros de Estudio de Bachillerato y las Preparatorias Federales por Cooperación, las cuales dependen de la Dirección General de Bachillerato y, por supuesto, de la SEP, pero que aparecen en los últimos lugares de las tablas porcentuales de calidad educativa.

Me centraré ahora en lo que respecta al Distrito Federal, no sólo por ser la capital del país sino por ser una de las ciudades con mayor densidad de población y, por tanto, de requerir una respuesta a la creciente demanda estudiantil por un lugar en las escuelas. Vale la pena revisar aquí algunos puntos de importancia de la educación impartida en las E.N.P.’s, C.C.H.’s, Vocacionales, y los I.E.M.’s.

Conforme a los planes de estudio nos podemos dar cuenta de muchas cosas, por ejemplo, la E.N.P. cuenta con la posibilidad de impartir hasta cuatro lenguas extranjeras, imparte también, en tronco común, materias como historia universal, ética y literatura, promoviendo con ello la formación intelectual del orador, por un lado, mientras que a través del teatro y la música puede desarrollar su expresión vocal y corporal.

En lo que respecta al C.C.H. se tiene la posibilidad de llevar a cabo una formación mayormente humanista, sin dejar de lado el carácter científico del conocimiento, cumpliendo con esto uno de los objetivos primarios, no sólo de la creación de la institución misma sino de la Universidad, en general. La impartición de las letras clásicas junto con las modernas, del conocimiento histórico, literario y filosófico, promueven en el alumno que las tome un desarrollo intelectual y una gama de conocimientos que debe contemplar cualquiera que aspire al cultivo del verbo.

Por otro lado, la dependencia educativa de bachillerato del IPN, las vocacionales, aunque ostenten en 2009 el primer lugar en calidad educativa a nivel medio superior, no ofrecen, considero, los conocimientos humanistas y sociales que requiere el orador, pues se enfoca en el conocimiento técnico y científico dirigido a la producción industrial del país. En contraste, a mi juicio es el IEMS quien imparte, en mayor medida, las materias que necesita el aspirante a la oratoria. Con cuatro semestres de filosofía y literatura, más tres de historia, el alumno que se interese por el arte de Cicerón tendrá a la mano las herramientas con las cuales construir sus discursos.

Sin embargo, aunque en algunas de estas instituciones se ofrezcan los conocimientos requeridos, a través de materias como las ya mencionadas, y aunque también se prepare la voz y el cuerpo, utensilios indispensables para el disertador de la palabra, la oratoria requiere mucho más que eso. Inclusive en el nivel educativo superior no existe una carrera de oratoria ni ninguna que se le parezca, ni siquiera las licenciaturas en Comunicación, pues comprenden disciplinas de un contexto y contenido muy diferentes de las que se exigen al batallador del verbo. El arte de la palabra no sólo requiere, sino que exige un cultivo completo de la persona, un conocimiento exhaustivo de la historia humana (en todos sus ámbitos), una comprensión de los "cómos" y los "por qués" de los fenómenos naturales y sociales, una fusión de todos los conocimientos humanistas, científicos, sociales, artísticos, naturales; y se exige todo esto, puesto que si el orador, no los posee, puede errar en sus discursos, tergiversar sus palabras y provocar, además de un desencanto, una fatiga del público y un rechazo hacia él mismo, hacia su discurso y hacia sus objetivos.

Y es justamente la propuesta de la Escuela Crítica de Oratoria, formar hombres y mujeres, de cualquier edad, comprometidos con la verdad y la justicia social. Y es en su carácter crítico en el que recae mayormente el peso de su importancia, un carácter crítico que sea capaz de analizar y razonar los problemas sociales en los que se encuentra inmerso el orador y la gente que le rodea, pero que, además, sea capaz de proponer soluciones y encaminar las acciones de sus oyentes hacia un fin que traiga, en sí, la satisfacción de los intereses de las mayorías; contrariamente a la simple exposición de conocimientos vacuos y sin sentido, como lo hacen los recordadores triviales, o los abogados de la política, a través de su verborrea oficialista.

Para lograr este objetivo, quien tenga una verdadera vocación a la oratoria crítica, tiene que cumplir con diversos puntos. Primeramente, el tipo de formación intelectual a la cual ha de sujetarse. De entre todas las humanidades, las artes y las disciplinas y ciencias sociales, son tres de ellas las que han de cultivarse con mayor énfasis, a saber, historia, literatura y filosofía.

En primer lugar la historia. Ésta debe ser para el orador el manantial de información al que, quizá, deberá acudir con mayor frecuencia; pues si la literatura y la filosofía le aportarán basto conocimiento “[…] ninguno le significará pleno provecho ni le será propicio en la entrega de sus mejores y maduros frutos, si falta a su cultura el conocimiento histórico como una fraternidad necesaria a sus demás conceptos, […]”[3]. La historia aparece entonces como la columna vertebral del discurso, el eje sobre el que se alineará la palabra.

Posteriormente la literatura. Ésta embellecerá el discurso con el uso recurrido de paráfrasis, metáforas, palabras cultas y citas textuales, entre otras. Pero no sólo ello, también dará armas al orador para que su conocimiento universal sea más fuerte, la fortaleza se basará en el arma del conocimiento, y entre más armas posea más sabio será. La literatura es el arma que defiende a la poesía, a la novela; es el caballo de Troya que entra por los oídos del público y prende fuego a su consciencia.

Y por último la filosofía que, siendo quizá el arte humano más antiguo, tan antiguo como la humanidad misma, se encargará de proveer al disertador, paradójicamente, más preguntas que respuestas; empero, ello será suficiente para removerle el pensamiento y la duda, la misma duda que provocará la crítica, pues si se duda de algo, es porque ese algo no es capaz de convencernos completamente, y si no nos convence buscaremos la parte faltante o sobrante, y esta búsqueda es realizada gracias a la crítica. Por lo que resulta entonces, que el carácter crítico de la oratoria cae en el estudio y desarrollo del pensamiento filosófico, siempre y cuando este pensamiento no se limite a repetir las teorías pasadas, como lo hacen muchos profesores de filosofía de nivel bachillerato o incluso aún en el superior, y que, sin embargo, no dejarán de ser eso: profesores de filosofía, pero jamás serán filósofos.

No estoy diciendo que para ser un orador crítico se tenga que ser filósofo, sino que hay que utilizar a la filosofía como herramienta para realizar la crítica, una crítica constructiva y propositiva. Así debe ser la oratoria crítica, y la filosofía el elemento primordial de su esencia. La filosofía proporcionará el aspecto crítico a la oratoria, y ésta se encargará a través del lenguaje, del verbo y de la palabra, cambiar su realidad, es decir, cambiar, para bien, su sociedad y su planeta. Y así como nos recuerda Marx en su onceava Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos han tratado de interpretar al mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.”, podríamos decir nosotros que, si los oradores han tratado de explicar el mundo, es tiempo ahora de transformarlo.



[1] Por objetivamente no me refiero a su connotación epistemológica, sino a que debe de haber un objetivo.

[2] Muñoz Cota, José. El hombre es su palabra. p. 27.

[3] Oropeza, Roberto. Técnicas de Oratoria. p. 94.

2 comentarios:

  1. Impulsar las conciencias a expresar su libre pensamiento a través de un cultivo del conocimiento y de expresión de palabras nos llevará a algo muy importante como humanidad, desde hoy me declaro seguidor y aspirante a la escuela crítica de oratoria.

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  2. Me siento muy inspirado por este contenido. Confío en que la Eco seguirá formando oradores conscientes de los problemas sociales de nuestro país y, aptos para enfrentarlos.

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